POLVO BAJO LA ALFOMBRA

Hay comunistas que sostienen que ser anticomunista es ser fascista. Esto es tan incomprensible como decir que no ser católico es ser mormón

Jorge Luis Borges

La última dictadura militar, por acreditar algún aporte a la cultura, por reblandecer su carácter contrario a la civilidad o por justificación tan prosaica como un superávit no devengado en el presupuesto, lo cierto es que se encontró el año 1978 desplegando una faceta inédita de promotor del arte. Convocó a la ciudad de Quito un Encuentro Iberoamericano de Escritores, a la usanza de los cónclaves castristas de la década pasada, teniendo de beneficiario editorial un sello que usó el evento como plataforma de lanzamiento en el país: Círculo de Lectores. El anfitrión comercial fungió de mecenas literario, posando en el imaginario popular su firma como una casa librera de primer orden, con la promesa de fomentar la lectura, haciendo hincapié en la latinoamericana.

La ciudad se estremeció. La intelectualidad del continente visitaba la capital; su prestigio irradiaba otro tipo de reconocimiento y otro tipo de luz en los techados de esta cartuja americana. Llegarían figuras cimeras de las letras, lo que mereció el seguimiento puntilloso de la prensa. ¿Cuántos conocíamos de ellos? Oíamos muchos nombres por primera vez. ¿Qué habían escrito? Ya lo averiguaríamos. Quito era Atenas. Selectos hombres de letras de España y el continente apuntalaron con su presencia los créditos que la imaginería, el artesonado de sus templos y la arquitectura colonial habían merecido el reconocimiento de Unesco para erigirla como Ciudad Patrimonio. Lo iba a ser ahora por albergar la crema y nata de las ideas.

Los medios especularon en torno a los convocados mientras en las universidades resaltaron el privilegio de la ocasión. Cuando se anunció el arribo de Ernesto Cardenal, la bula del partidismo consagró la jornada para acudir al recibimiento del poeta de la revolución.

¡Todos éramos sandinistas! A la indignación reverberante de saber un territorio americano en las garras de una dinastía delincuencial, a los ecos de un pueblo explotado y oprimido, sumaba la causa nicaragüense las embajadas de sus poetas y trovadores. Mejía Godoy recorrió previamente las aulas derrochando la simpatía del pueblo de Rubén Darío y su verso telúrico. Sus tonadas vinieron para quedarse; las chicas nos “suliveyaron” con sus “perjúmenes” y las tribulaciones del “ñajo” que salió a comprar una libra de clavos y un formón nos pertenecieron con auténtica familiaridad.

Arribó en medio de vivas y hurras, augurios de la próxima victoria sandinista. Hermanadas al compartir el mismo aire anodino de la capital, tremolaban las banderas de las distintas facciones. Chinos y cabezones no guardaron otra preeminencia que las consignas a voz en cuello que, por ser las mismas, los fundían en abigarrada consonancia. Cardenal, sacerdote, poeta y guerrillero, exhibía barba y boina, canosa la primera de sabiduría y edad. Para la iconografía revolucionaria, el tonsurado era reminiscencia del jifero de Santa Clara. Cuando no reencarnación, émulo, no obstante su bonhomía franciscana.

El despliegue vocinglero de la izquierda ha sido estrategia de ocupación que ve en el territorio de la cultura la oportunidad de ligar la dialéctica del número con la verdad revelada desde la doctrina. Para reclamar su pretendida superioridad lógica y ética, rasgo que comparten fascismos y populismos, con el agravante que los marxismos esgrimen este garrote dialéctico como sustituto a la lucha de clases, como síntesis de las premisas sociales que no han decantado favoreciéndola. Reducen la verdad al escrutinio cuando esta llega callada, sin aspavientos, la más de las veces. A pesar de su propaganda que ha posicionado persistente la estulta especie del monopolio del pensamiento y lo diluye en oprobiosa censura. Que arrambla el pensar distinto y el expresarse diferente.

Incapaces de establecer agenda, esgrimieron como recurso el desdén, deslizando bajo la alfombra aquellas figuras no alineadas en la condescendencia. Magnificar al nicaragüense, autor de propios méritos, perseguía opacar la presencia, aquel día, en el mismo lugar, de otro egregio personaje. Por el postigo de la estación aérea, del brazo de María Kodama, nuncio de la disidencia anti populista, contestatario del embrutecedor gregarismo, minusválido, pisaba territorio ecuatoriano la figura desgastada y señera, y ciega, de Jorge Luis Borges.

Se escogió Quito por los días de júbilo popular con que entonces saludaba la ciudad la ahora malquista fundación española, desfalleciente en la asfixia desde que se impuso el número a la tradición taurina, varias veces centenaria. Fiesta presidida por la sonrisa y personalidad de una quiteña, Lucía Burneo, llamada a trascender la belleza juvenil y merecer la presea de la votación popular, burlada por la infame patota correista que entronizará al truculento “congreso de los manteles”.

Llegó en los días cuando los analistas forenses escarnecían la memoria del hombre con las cifras del suicidio fanático del “Templo del Pueblo”, en Guyana, entre los seguidores del reverendo Jim Jones. Pilas de cadáveres putrefactos cubrían otros en demente frenesí de muerte. Descomposición de que no escapó la millonaria fortuna de la secta, escamoteada al vaivén del morboso recuento.

Cuando en la inestable Bolivia, Padilla Arencibia se proclamaba presidente y anunciaba elecciones para el año siguiente. Cuando sobre la crisis nicaragüense, mientras el gobierno de Carter insistía en una mediación, abanderaba la tesis del bloqueo comercial del somocismo la cancillería de Venezuela.

La carga del intelectual es inmensa. Su ascendiente es enorme, en proporción inversa al esquivo reconocimiento. Él discierne las luces tras la opacidad, la verdad tras la evidencia y advierte los abismos acechantes. Cuando yerra, nos equivocamos todos; de allí la severidad del juicio que aquilata o desprestigia su palabra. Y Borges tuvo yerros; como político, contrastes.

Empeñado en el purismo literario, propugnó escribir siempre ajeno a toda ideología, aunque no se haya sustraído de ella para entregarnos alalimón junto a Bioy Cazares, el cuento “La fiesta del monstruo”, título que referencia inequívocamente la vibrante novela de Vargas Llosa, borgiano confeso.

Borges tuvo devaneos anarquistas. Adhirió al yrigoienismo y militó en sus filas sin trascendencia. Se enemistó desde los inicios con el peronismo y terminó afiliado al conservadorismo en 1963. Errático, su protagonismo apunta al sujeto tímido que siempre fue; el estoico aferrado a la preceptiva de Séneca, sea huyendo de la turba, sea escapando sistemáticamente la aclamación laudatoria, sea en pertinaz negación personal de su mérito literario; nos baste recordar que se decía orgulloso de lo leído antes de cuanto había escrito. Hace parte de este recuento su desprecio por el Nobel, al que tantas veces fuera nominado. No haberle otorgado sus laureles será baldón de la Academia sueca, en la dimensión de la omisión de Tolstoi.

Borges aplaudió la dictadura de 1976. Vio en ella una alternativa de orden frente al fascismo peronista y así lo declaró, horrísonamente, a Cambio 16 de España: “le dije (a Videla): He venido a agradecerle personalmente lo que usted ha hecho por la patria, salvándola del oprobio, del caos, de la abyección en que estábamos, y sobre todo de la idiotez”. Su sambenito llega de contrabando en el alijo de la condecoración que le impuso el abominable Augusto Pinochet. Esa, identifican sus biógrafos, sería la causa de haberle negado el mayor reconocimiento de las letras mundiales.

Condenó las dictaduras en términos certeros, en contradicción con las adhesiones de marras. Expresó: “Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez.” La idiotez empavorece a Borges.

Repara en la ambigüedad de sus expresiones y suscribe, de regreso del ditirambo (Marzo de 1981), un remitido junto a Sábato donde exigen la aparición de las víctimas, suprimir la persecución, liberar a los detenidos… No contó con las reparación de quienes le colgaron el membrete de fascista.

Obsérvese el contraste con el caso de Neruda. El chileno, recordamos oportunamente, había sido exégeta de Stalin. Llegó a llamarlo en las endechas que le tributara “cíclope del Kremlin” y, quince años después, que no cinco, agrega en sus memorias con descaro inigualable haber “aportado mi dosis de culto a la personalidad, en el caso de Stalin”, cobardía inetelectual al servicio «de la causa”. Valga consignar la diferencia sustancial entre los crímenes de Stalin y los de Hitler: el primero los cometió contra su propio pueblo, del que se hacía llamar “padrecito”, pero ganó la guerra. Anteayer celebraban el natalicio nerudiano las redes y medios sin decir palabra sobre su obsecuencia cerril.

Como desagravio, Quito cuenta con la Posada del Pensamiento Borges¹ que refrenda la universalidad del bardo y, desde 2011, la Universidad Católica mantiene las Lecturas de Literatura Latinoamericana, especializada en Borges², inspiraciones que recrean aquella luz que llegó de las sombras.

¹ https://wikiborges.com/

²http://www.puce.edu.ec/sitios/documentos_DGA/10_23_2302_2011-01_13009_0501513592_T_1.pdf mamafla@puce.edu.ec

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