No aspiréis, en lo inmediato, a la consagración de la victoria definitiva, sino a procuraros mejores condiciones de lucha.
José Enrique Rodó
Eduardo Villagómez
21 Junio 2020
La cuenta atrás de las elecciones que darán lugar a renovar gobierno y las entidades seccionales, tanto provinciales como locales, ha dado inicio en medio del ambiente más tenebroso que recordarse pueda. Comparecerán candidatos de chata imagen, como hemos testimoniado tres lustros, tal cual la comunidad que los elegirá, validando el tropo de que cada pueblo tiene los gobiernos que merece y, más allá, cada democracia responde al patrón que imprimen los gobiernos que las presiden.
Recordemos lo que Karl Popper llamó la “paradoja de la democracia”, al criticar el pensamiento político de Platón. En “La República” queda establecida la relación biunívoca entre democracia y libertad: la democracia expresa el gobierno de los hombres libres. A tal extremo puede llegar, dice Platón, el ejercicio de la libertad a definir la democracia que, en ejercicio de esa libre voluntad, escoja un tirano para regirla. Que seleccione lo contrario a su naturaleza: un gobierno donde los aspectos de la vida pública estén atravesados por la conculcación de las libertades.
Este pronunciamiento coincide con Heráclito, quien previó igual desenlace como producto directo de leyes que sancionen el acatamiento a la voluntad de un solo hombre.
Otra sugestiva paradoja alude a la representatividad. La democracia actual estaría deformada por la conducción de una élite que ha alternado en el poder. Dicha élite, monopólica para estos fines, decide en perjuicio de las grandes mayorías y debe ser sustituida. Por tanto, los partidos políticos debieran desaparecer, dando paso a la sociedad organizada. Ella, representante de sí misma, detentará legítimamente el poder y será expresión acabada del cuerpo político.
Este exitoso paralogismo ha tenido eco en arraigadas corrientes del pensamiento político que recorren del marxismo al populismo, pasando por el fascismo, con la carga de radicalismo a conveniencia y sazón de sus directos usufructuarios.
Los griegos, que concibieron el término “anomia” para describir el extrañamiento frente al hecho político, entendían que el ciudadano estaba incapacitado de participar en razón del impedimento (los partidos no lo admiten) o la inhibición propia (el individuo se margina en atención a intereses particulares). La Atenas clásica solucionó esta última remunerando la comparecencia ciudadana y, la primera, obligando al desempeño de cargos públicos mediante sorteo.
La propuesta moderna desbarra ante el imprevisible desenlace de una estructura en torno a agrupaciones políticas al margen de los partidos. Aun cuando se denominaren distintamente, su aparición no resuelve la lógica que dicen cuestionar. Sin plan de gobierno, no justifican su aspiración al poder. Sin visión global están condenadas a perdurar como almas penitentes de las trincas de antaño en torno al caudillo. Sin programas estaremos llevados a pensar que sus afanes empiezan y terminan en el asalto del estado. Sin más proyección que la esclerótica “alineación titular” de sus capitostes, revoloteando en la calesita de cargos, canonjías y negocios, quedan reducidos a grupos facciosos sin representatividad. Sin cuadros fuera de dichas células, sin alternabilidad en la dirección, pierden democracia, se reducen a agrupaciones en cuyo horizonte aguardan la exclusión y el monopolio que impugnan. Sin declaración ideológica se transforman en trebejos del “amado líder”, club de admiradores y claque remunerada al estipendio del sándwich.
De estas falencias están inoculados PRE, PAIS, RC, PUR, Sociedad Patriótica, Creo, etc. Si no desaparecieron, operan sin más objetivo que la conquista electoral.
“Ser o no ser”. Si demócratas, existe el compromiso de mantener la sociedad abierta de partidos, al menos dos, si no tres. De mantener los valores que la democracia ostenta: pluralidad, debate, tolerancia, declaración de principios, transparencia… tales que se solvente una verdadera continuidad, independiente del líder o los traspiés, capaz de consolidar instituciones. Democracia orgánica de legitimidad y consensos, donde la venalidad de los jueces, la connivencia del fiscal, del contralor, la disposición de dineros y los peculados recurrentes, no hallen carta de naturalización.
¿Por qué dejamos escapar en 1978 esas estructuras? La deriva populista veló incansable por la pervivencia del caudillismo. Desmontó la Ley de Partidos hasta convertirla en guiñapo que, al vaivén del futuro reparto, santificó el amancebamiento de derechas e izquierdas al exonerar sanciones, diferir plazos y conservar agrupaciones sin trascendencia en la vida nacional. Laxos reglamentos dieron lugar a un partidismo escuchimizado. Así el correato, primera fuerza del país, sigue siendo “movimiento”, sin haber declarado principios ideológicos, por no objetar sus cuadros o programa de gobierno, sabiéndolo marioneta de las ínfulas de su capataz.
¿Mezquindad? ¿Miopía? Oportunismo también, mucho narcisismo de sus líderes, pero sobre todo, populismo. Los populistas emascularon la ciudadanía anteponiendo su arrogante caciquismo a la arquitectura institucional.
Con el partidismo no seremos salvos: hará falta invertir en la cultura y difusión de valores democráticos; un Consejo Electoral que comparta esas convicciones; pero antes que nada, una democracia que construya progreso, pulcra, en contraste con el descalabro de catorce años, cuando nunca tan pocos robaron tanto a todos.