Enseñar a quien no quiere aprender es como sembrar un campo sin ararlo
R Whately
Eduardo Villagómez
30 julio de 2020
¿Es verdad que vivimos la Era de la Ciencia? Esta tesis universalmente aceptada ha pasado a engrosar un submundo espectral. La humanidad, conmocionada por un ser nanoscópico, prorrumpe en comportamientos esquizofrénicos. Durante la medieval Peste Negra, multitudes penitentes recorrían Europa en peregrinaje errático: mujeres, hombres y niños de toda condición flagelaban sus cuerpos durante la marcha esperando con ello expiar el pecado. Un Dios castigador les enviaba la enfermedad y la muerte. Tiempos de fe proclive al fanatismo.
Convertida la ciencia en “ultima ratio”, tuvieron lugar procesos de reconvención de lo que ha sido su ascendente prestigio y encumbramiento. En 1957 apareció en el mercado un sintético farmacológico que aparentemente cumplía con varias premisas de bienestar. Sedante portentoso, inducía un sueño cercano al fisiológico, aunando como ventaja su tolerancia respecto de los barbitúricos al excederse voluntaria o accidentalmente la dosis. Considerado atóxico, fue recomendado como compuesto ideal para la hiperémesis gravídica: los estragos propios del embarazo.
Para 1961, en informes casi simultáneos, el genetista alemán Dr. Widkind Lenz, comunicó la posible relación entre la “talidomida”¹, el compuesto en cuestión, y graves malformaciones observadas en recién nacidos. Reportó 50 casos horrendos; en todos, las madres habían consumido talidomida. Desde Australia el obstetra Dr. William McBride, relacionó la talidomida con graves efectos teratógenos; el fármaco era agente de malformaciones en el embrión humano.
Los neonatos, indistintamente, carecían de pabellones auditivos, de paladar, padecían malformaciones esofágicas y gastrointestinales, o presentaban una espeluznante focomelia; la mutación de sus extremidades superiores semejaba por su cortedad las aletas de una foca. Un 40% de víctimas no alcanzó el primer año de vida. En EE.UU. la ejemplar firmeza de Frances Oldham Kelsey, farmacóloga novata de la FDA, impidió se comercializara en el país, derivando en importantes reformas protocolarias para asegurar la idoneidad de las sustancias de ingesta humana. Rígidos procesos internacionales se promulgaron. La indulgencia de Chemie Grünenthal y las autoridades alemanas las condujo a procesos penales siendo condenadas a indemnizar las víctimas por irresponsabilidad manifiesta; agreguemos que de forma limitada e insuficiente.
En la pandemia que nos agobia, la cruzada de la sinrazón tiene adalides en un espectro que abarca desde la histeria al frenesí. Comprende llamados desesperados de almas caritativas sin atisbo de ciencia, pasa por autoridades desbordadas y desemboca en facultativos de aviesa mala entraña.
Bolivia² procedió a autorizar el consumo del Hidróxido de Cloro para el tratamiento del Covid-19 como respuesta al mercado. La presidenta del senado, no obstante advertir el uso voluntario y negar carácter médico a la sustancia, dio curso a la medida pretextando ¡combatir la especulación! Largas filas forman, supervisión policial incluida, en las farmacias de sus ciudades para adquirirlo. En el vecino Perú, su Comité de Expertos recomienda la aplicación de la Hidroxicloroquina habiendo estudios alertando a quienes lo consuman, incluso en mínimas dosis, de afecciones nefrológicas, fallas respiratorias, fallas hepáticas agudas, prolongación del espacio QT en el electrocardiograma (arritmias) y otros síntomas, entre los que destaca la metahemoglobinemia; la destrucción de glóbulos rojos. Conociendo esta sintomatología, el Dr. Gotuzzo, miembro del comité, osa calificarlo de “fármaco seguro” y “alternativa seria”. Los shamanes del paleolítico contraatacan.
Aparece la dama adusta que testimonia su experiencia vital de haber sido internada y deber su recuperación a las dosis subrepticias que introdujo al hospital. Niega el diagnóstico médico: no se recuperó por acuciosidad hospitalaria, por su salud o fortaleza. Todo se lo debe al elixir mágico. No para allí. Exige a las autoridades incorporar el tratamiento de inmediato: “Hagan las pruebas”, desafía, como si el proceso fuera asimilable a calzar o desechar un par de zapatos.
Súmese a la demanda histérica la infalible conspiración internacional de cierto médico y obtendrá el vomitivo perfecto. ¿Por qué no se difunde el uso del dióxido? Porque la OMS y las farmacéuticas lo bloquean obedeciendo a sus oscuros intereses, responde. Ellos, la academia, los gobiernos, los marcianos, confabulan para neutralizar un negocio de centavos. ¿No procedería más económicamente un CEO farmacológico al poner su sello en un producto tal y distribuirlo mañana al amparo de sus prestigio? Prefieren, según se infiere, invertir miles de millones para neutralizar un negocio de jabones.
Nadie pretende proscribir la producción de los dióxidos y cloritos. El sentido común insiste sobre la letra chiquita del envase: “no apto para consumo humano”.
La talidomida encontró aplicaciones después de prohibida entre los enfermos de cierto tipo de lepra y, recientemente, como medicación efectiva para las ulceraciones bucales en enfermos de VIH, obteniendo buenos resultados entre enfermos de mieloma refractario. Por el contrario, la difusión irresponsable de los compuestos clorados contribuye únicamente a complicar el servicio hospitalario con emergencias producto de su ingestión.
Esas supuestas propiedades curativas no superan el cinismo desafiante entre quienes alientan su uso. ¡Que les demuestren su inhabilidad!, repiten. Sus promotores llevan la carga de la prueba, son los llamados a demostrar que, científicamente, pueden curar.
Mientras no superen el aspaviento estamos obligados a pensar, por salud física y mental, que su idoneidad es remota serendipia.
FOTO: EFE/ Jorge Ábrego