MALA TOS TE NOTO, JOSEFINA

Tuve mucha suerte de haber estado en los campos pero, sobre todo, de haber sobrevivido.

Alexandr Solzhenitsyn

La borrasca terminó. Las olas embravecidas que amenazaban hundir la nave de la república se han retirado; los vientos que azotaron las jarcias, no arrebujan más en torno a los mástiles. Pero la promesa de una mar en calma no consta en bitácora. Todo es incierto, desde la firmeza del capitán a la confianza de los marineros, pasando por la traidora mesnada de nubes que amenazan con volver cada vez y cuando las arrebañe un demiurgo frenético, desbocado, pernicioso…

Millones más, millones menos, Ecuador perdió 18 días de producción, retrocedieron las proyecciones de crecimiento para el año, se inflamó el riesgo país, se postergaron inversiones. La planificación del año por una alcantarilla aposenta la recesión, posterga la reactivación.

El ciudadano Presidente se permite afirmar que el intento de sacarlo de Carondelet fue financiado por el narcotráfico y aporta, por toda evidencia, un ejercicio de cálculo mental de nivel primario y su menguado crédito. No mucho que digamos. Mientras sienta a las mesas de diálogo a sus representantes, la realidad golpea inmisericorde: la plétora de declaraciones contrasta con el escalofriante nivel de ejecución del presupuesto ministerial, nunca tan mini. Traje del emperador para un gabinete inepto, improvisado naipe de personajes posando egregios e insulsos.   

Así mismo, el perpetrador de la asonada deslinda la violencia: no la vio, no la dispuso, ninguna responsabilidad tiene de ella: por decisión propia, es víctima. Incompatible con la crónica que lo desmiente: centurión o escudero, la guerrilla urbana lo acompaña desde octubre de 2019 actuando a su sombra, bien por propia mano, bien bajo el pulso de sus aliados, aparece y se esfuma al unísono de sus soflamas. Risible incoherencia del padre de un texto doctrinario, reputado de atribuible lógica. La rocambolesca estrategia de las negaciones por las que el victimario se ofende, por las que la historia ha puesto en sus manos, por arte de predestinación, el arma que blande. Éxito en la industria conspirativa, en “El juego de los infiltrados” las fichas poseen la ubicuidad del comodín: destruyen plantaciones, riegan el ordeño, pisotean la cosecha, bloquean vías y agreden ciudadanos no importa el número que salga en los dados. Tienen la delincuencia por excusa, la impunidad como escudo. 

En ponerle rostro a los culpables estriba la acción de la justicia porque la situación bascula entre dos irreconciliables cosmovisiones: el estado o su desaparición. El control, la paz, el trabajo… o el conflicto, la zozobra. Estipuló Thomas Hobbes para el acuerdo social que convierte un conglomerado en nación, como primera responsabilidad del monarca o la asamblea dirigente, que el ejecutivo garantice la seguridad de los asociados, de los concurrentes a este acuerdo llamado Estado, de ser necesario mediante el uso de la fuerza.

El gobierno actuó con prudencia en todo momento. Aunque el clamor de las ciudades le conminó a reprimir en extensión y contundencia la guerra no declarada, habiendo podido hacerlo, guardó el arsenal y recibió las acometidas como caballo de picador en ruedo taurino. Incomprensible, señaló el gobierno, cuando no había motivo; el año anterior se arribó a acuerdos. El precio del combustible quedó congelado desde entonces, particular que denuncia cuál es el proyecto del cacique; conspirar bajo cualquier pretexto.

La estrategia se planificó como una sucesión de provocaciones a ser ripostadas mediante una escalada violenta. Desde el primer día, los desmanes echaron por tierra cualquier viso de manifestación pacífica: no reparó en bloquear vías por la fuerza e imponer su decreto. Las declaraciones de la cúpula denunciaron el móvil: “… no queremos llegar a ningún diálogo… (queremos) sacar a Lasso, cueste lo que cueste” expresó Salvador Quishpe; las demás voces recitaron el mismo estribillo. Quishpe admitió el posible error de 2019; haber puesto como objetivo la derogación del decreto de las gasolinas fue insuficiente: debieron derrocar a Moreno. El golpe era la versión corregida.       

¿Quién ganó la partida? Los movilizados regresaron a casa con dos de los diez planteamientos sancionados directamente y de forma parcial: su objetivo militar no se consiguió. En la refriega, el gobierno apeló al desgaste de los manifestantes, aun a costa de un alto precio político; en los años venideros será inviable implementar los giros de timón que apuntaban a reformar la constitución tanto como a suprimir esas inmundas instancias del legado correista. Contemplaremos un cuadro de tonos grises, de incapacidad para marcar una agenda acorde a los lineamientos originarios. Recibió una cátedra de sangre de la que debieran tomar nota aquellos empeñados en irrumpir en la palestra: no es posible gobernar en democracia sin las estructuras del poder real. El gobernante que llegue sin base popular, sin cuadros para la legislatura y/o ejecutores de gestión idóneos, está condenado a la monarquía en su sentido etimológico: gobernar solo, absurdo de bulto en las repúblicas modernas. No alcanza con ganar la elección, debe decirse al espejo el cautivo de Carondelet. 

Aun perdiendo, la CONAIE posicionó en la opinión pública una cabeza de playa: ellos representan la revolución. Una que actúa contra el estado, conspira incesante y niega la democracia. Que no critica, cuando la crítica es contribución, cuanto socaba el sistema político.

Tómese la encuesta de CEDATOS en la primera semana del paro: a nivel nacional, contaba la movilización con una aprobación de poco más del 50%, aunque el 70% reprobaba los usos de los manifestantes para expresarla. Si leemos del envés, el 30% de la población del país fue favorable tanto al paro como a la violencia. 

Dicha facción de ciudadanos admite el terror político al conjuro de la revuelta popular; aquel es el medio, esta lo valida. Allí se origina el aplauso entusiasta de ciertos quiteños cuando pugnaban por acercarle su mano o llevarse una foto del protagonista que se retiraba en olor de multitudes, como falderillos que lamen el foete que los flagela. Bien dicen que los pueblos sienten debilidad por los bribones.

Erich Fromm desarrolló clarividente un capítulo dedicado a “El carácter revolucionario”[1], definiéndolo en relación con la obediencia y la desobediencia. Una y otra, dialécticamente vistas, no se contradicen; se definen en relación al objeto al que responden afirmativa (obediencia) o negativamente (desobediencia). El revolucionario se ha emancipado respecto de una religión, una ideología… de forma que se convierte en ; “un humanista en el sentido que siente en sí mismo a toda la humanidad y en que nada humano le es ajeno”. En esencia, conlleva el espíritu crítico para decir “No” en su escepticismo y ser hombre de fe, pues cree en aquello que existe potencialmente aunque todavía no ha nacido.

Es preciso, para abarcar cabalmente el concepto, desvelar que NO ES revolucionario. Así, no es revolucionaria una persona que participa en revoluciones, aun cuando haga parte de ella sin involucrar sus sentimientos. Pruebas al canto: la movilización de comunidades enteras bajo la amenaza de la penalidad pecuniaria o el escarnio de la justicia indígena.

No tiene carácter revolucionario cualquier rebelde, entendido como tal el narcisista resentido contra la autoridad en busca de aceptación o aprecio, dispuesto a transar su combatividad por la prebenda, capaz de trocar los denuestos en loas.

Tampoco tiene carácter revolucionario el fanatismo. Este idolatra la causa o la doctrina de modo que, al someterse a sus postulados, halla un sentido vehemente en la vida; encuentra la identidad anhelada haciendo de este objeto su absoluto. Las metas trazadas, los lemas e insignias esgrimidos por sus confalones han sido propicios para regímenes autoritarios, erigiendo nuevos amos para despotismos de viejo cuño.

Para completar este perfil, Fromm analiza el carácter autoritario. Este conlleva una simbiosis sado-masoquista en que la persona autoritaria arrastra a sus seguidores en procura de satisfacer sus deseos de fuerza e identidad. En esta simbiosis, ser parte de algo “grande” infla la personalidad de uno y otros, resultando, cuando esta personalidad accede a estructuras de autoridad, un sistema que exige pleitesía, que funde en el personaje autoritario las virtudes del conglomerado que dice representar.

Comparar los peores regímenes autoritarios con este identikit conduce a dos conclusiones. La primera, que basta un rasgo de estos para pergeñar indeseables tiranías con su estela de terror y de tristes, extensos períodos de criogénesis, donde libertades y derechos duermen un sueño hermanado con la muerte. La segunda, que un sinnúmero de personajes contemporáneos cumplen los requisitos.

Acostumbrados a oler cinismo, aunque se ofrezca en copas nuevas, percibimos la fetidez del dudoso amanecer contenido en el neo-comunismo latinoamericano. Ínfulas de un discípulo de Marx, al uso del Manifiesto, vaticina el futuro del pueblo ecuatoriano al son de los acordes mariateguistas. Cabe interpelar a quien vende la bestia de orejas, garras, patas y piel de endriago del por qué esa bestia ha de ser, bajo sus riendas, paloma de paz y campos de verdor. ¿Basta decir que el Ecuador es otra realidad para exorcizar el sendero de muerte en el discípulo de Abimael Guzmán? ¿Es acaso un moderado? No. Escupe en la historia que, a la vuelta de 100 años de terror rojo, cargó en su haber 100 millones entre los asesinados y muertos de hambre (¡los dejaron morir de hambre!) de esta nefasta receta para vivir sometidos.

El estado tiene la obligación de devolvernos la fe en la democracia. Advirtiendo el peligro de muerte que la acecha. Postergando la deuda. Dando oportunidad a las mayorías, propósito que demanda un sostenido y mayor gasto social, con entidades que sirvan de manera oportuna, eficiente, íntegra.

El Ecuador requiere un liderato valiente que postule como única manera de acceder al poder aquella validada por las urnas; capaz de enseñarnos a desconfiar de ese poder porque “puede matar, obligar y hasta pervertirnos”[2]. Un ejercicio que sepa advertirnos de las revoluciones sangrientas, donde se entra por un tobogán y se sale por una escarpada pared de penurias y riesgos.

[1] Erich Fromm; La condición humana actual; Ediciones Paidós ibérica, Barcelona, España, 1986.

[2] Erich Fromm; ibidem

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