DOS MANUELAS DISTINTAS

¡cuidado con recursar la historia!

Aforismo 457; José de la Luz y Caballero

Al devolver la visita que nos dispensa gentilmente una colega cibernauta, nos encontramos en su blog con un post dedicado a las “Cartas de Amor”. La selección presenta un periplo por otros tiempos de famosas parejas, algunas extrañas, otras exóticas. Tiempos de papel y tinta, llamadas románticas al pulso de la nostalgia de quienes lo vivimos. Las cartas, como el periódico, van por el camino del ayer hacia los puertos del olvido.

Grandiosas para quienes las escribíamos y cuando las esperábamos, no tienen lugar ante la inmediatez del chat, las redes o el face. El pulgar sustituye las penosas horas de caligrafía; los barroquismos impregnados en el texto de aquellas planas cedieron su lugar al emoticón. Aquellos puristas que dan la batalla por las palabras bien escritas, y completas, contarán siempre con nuestra simpatía. Aunque entendemos la evolución de la lengua, su mutación de una generación a otra en procura de extinguir las formalidades, hay algo sinigual en el intercambio epistolar.

De vuelta a aquellas Cartas de Amor, lamentamos la ausencia de las que intercambiaron Bolívar y la inolvidable Manuela. Joyas amatorias, puesto que el amor las engalana de bellas palabras, de esas “finas letras”, tanto más finas cuanto más amadas, que  rememorarlas estremece. Las de Manuela y Bolívar lo son de manera singular. Ese motivo nos sugirió una discusión en boga de recopilaciones recientes que contradicen al que conocíamos del polígrafo colombiano Germán Arciniegas: el nivel cultural de Manuela¹.

Las referencias a Manuela son opacas y controversiales. Nunca se ha encontrado su fe de bautismo y quienes se acercaron a su figura, difieren al fijar el año de su nacimiento. Se sabe que la madre, Mª Joaquina Ayzpurú, fue recluida en la hacienda de sus tíos en Cataguango para Diciembre de 1795. Tender un manto  de discreción por el embarazo “en pecado” habría sido el motivo, pues allí habría visto la primera luz, aunque no falta quien remite su natalicio hasta 1797.

No hay acuerdo en lo referente a su talle. Emil Ludwig, biógrafo de Bolívar, le atribuye esbeltez y primorosas facciones de las que es probable careciera. Sus supuestos retratos difieren: se superponen, tanto por la falta de pericia de los supuestos artistas que la representaron en vida, como por la idealización de aquellos que plasmaron arte y técnica de una dama distinta. Sean el fuego patriótico, el vórtice nacionalista e incluso la fatuidad de que no carecen los familiares de cualquier personaje ilustre, las motivaciones conspiran frente al rigor de la historia. Preferimos, de todas, la reseña de Boussingault que la conociera “…en el esplendor de su belleza irregular: linda mujer, gordita, ojos oscuros, mirada indecisa, tez rosada de fondo blanco, cabellos negros.” Y agrega, acrecentando la grácil  estampa, que no confesaba su edad y poseía el encanto de hacerse adorar.

Ludwig la reconoce “versada en Tácito y Plutarco” pero sin consignar evidencia; el biógrafo habría pretendido trazar un paralelismo intelectual inexistente entre los dos amantes. Licencia imperdonable del estudioso, si dice conocer sólo cinco cartas autógrafas, trasladar las preferencias del Libertador al diálogo de alcoba. Bolívar no buscó en Manuela un contertulio de sus conocimientos clásicos sino el remanso que sólo puede prodigar la mujer amada. Manuela se unió a Bolívar por pasión y, especialmente, por la libertad tal como ella la entendía.

Imposible colegir del epistolario de Manuela una cultura superior; su ortografía, ciertamente deplorable como inconcebible en persona de lecturas, se complementa con una sintaxis salpicada de emoción, de espíritu vivaz, de espontaneidad característica en quien reputa espíritu libre, nunca de prendas como el buen decir. Las ideas las monta con desorden. Expresarlas le causa el trabajo que suple, ingeniosa, con la brevedad. Sus cartas, casi esquelas personales, requieren, urgen, demandan lacónica, imperativamente, con la economía de un telegrama. Manuela se hace entender y con ello triunfa de las caudalosas letras de Bolívar, ornadas de estilo, de ortodoxia, del hombre de la gloria acostumbrado a escribir en bronce. La educación que recibiría Manuela, expósita que alberga el Monasterio de la Concepción, alcanzaría para un conocimiento básico de letras y números, libros píos y las manualidades útiles en consonancia con su posición social.

Hubo en el período comprendido entre la última década del siglo XVIII y los años treinta del XIX mujeres de nota intelectual. La carta de “Erophilia”, el seudónimo identificado con Manuela Espejo, y que aparece en “Las primicias de la cultura de Quito”, es ejemplo tópico. Debería serlo aquella otra de Josefa Guerrero, dirigida por esta dama a un primo suyo en Pasto- Popayán, dando cuenta de los sucesos del día de San Lorenzo de 1809; pieza elegante de crónica y epopeya, suponemos contribución de su autora a la causa independentista del primer grito. Manuela podía ser “una gran señora; a veces una ñapanga”, dice Boussingault. Sabía ser vulgar, lo sabemos por otras escenas, desenfrenadas, que protagonizó presidiendo saraos y pantomimas. Desenvuelta en el baile, hábil caballista, incluso certera en disparar una arma, pero nunca doctoral.  

Del propósito de inventar una Manuela distinta, señora de tertulias literarias, constan los empeños nacidos bajo la iniciativa del difunto Hugo Chávez, quien alentó la difusión de su correspondencia como parte de ese macabro espectáculo cuando trasladó los restos de la fosa común de Paita al panteón donde yacen los del Libertador, en junio de 2010. Los repiques de la “intelectualidad” chavista no se hicieron esperar. Los propósitos didácticos, entrecomillas, tampoco. La “culta” quiteña aleccionaría “la capacidad humana de revolucionarios de esta talla” y otras lindezas por el estilo.²

Enmarcando este atropello a la historia, que lo es a las ciencias, se inscriben las pretensiones de reescribirla desde la perspectiva de los fundadores de un nuevo orden, desde los símbolos del nuevo poder constituido. Del basamento de la revolución como paradigma truculento capaz de deslegitimar los conocimientos previos y acomodar nuevos héroes a su conveniencia. 

La Sáenz no requiere esa falsificación. Si a Bolívar le obsesionaba la gloria, a Manuela le bastaba que ella brillara para los dos. Sin mitos.

 

¹ Quito, tradiciones, testimonio y nostalgia; Edgar Freire Rubio (Comp.)

² http://www.radioenciclopedia.cu/curiosidades/las-cartas-amor-manuela-saenz-simon-bolivar-20141106/. Véase también la Presentación de las cartas en http://www.guarico.gob.ve/w/wp-content/uploads/2014/12/CARTAS_MANUELA_Y_SIMON_BOLIVAR.pdf

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